viernes, 21 de agosto de 2009

Las zapatillas rojas



Había una vez ....una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Siempre, recogía los trapos sucios que encontraba y con ellos se cosió un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy feas, a ella le gustaban. La hacían sentir rica a pesar de pasar los días recogiendo alguna cosa que comer en los botes de basura que habían en la ciudad.
Un día, mientras iba calle abajo vestida muy andrajosa pero con sus zapatillas rojas, se detuvo un carruaje justo a su lado. Una anciana que viajaba en su interior, bajó y le dijo que deseaba llevarla a su casa para que allí viviera y tratarla como a su propia hija. Así la niña y la anciana se fueron en aquél carruaje a una lujosa casa y allí la lavaron y peinaron, le pusieron una ropa interior de suave algodón color blanco, un hermoso vestido, unas medias blancas y unos zapatos negros de charol. Cuando la niña preguntó por su antigua ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas, la anciana contestó que la ropa estaba muy sucia y las zapatillas eran feas y que las habían arrojado al fuego.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían hecho sentir una tremenda felicidad. Ahora estaba siempre obligada a estar sentada todo el rato, a caminar sin poder correr y a no hablar a menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto deseo tenía puesto que ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para comulgar por primera vez, la anciana la llevó a un viejo zapatero para que le hiciera unos zapatos para esa ocasión. En la vitrina de la zapatería había unos zapatos rojos hechos de brillante cuero rojo escarlata.


Aunque los zapatos no eran apropiados para ir a la iglesia pues eran francamente rojos, la niña sólo quería aquellos zapatitos y aunque la anciana le sugería que no debía elegirlos, la niña se las arregló para llevárselos aprovechando la situación de la anciana que era medio ciega. La niña y la anciana se fueron mientras el zapatero con un guiño a la niña cerró la tienda.
A la mañana siguiente, los feligreses en la iglesia quedaron asombrados al ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como estrellas. Todo el mundo los miraba; hasta los santos de la pared, hasta las imágenes contemplaban aquellos zapatos con expresión de reproche. Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña. Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo acompañó y el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito que sus zapatos rojos.
Para cuando terminó el día, alguien había informado a la anciana acerca de los zapatos rojos de su protegida.
—Nunca vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! —le dijo la anciana muy enojada....
Pero el domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la anciana como de costumbre.
A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo cosquillas en las plantas de los pies.
—No olvides quedarte para el baile —le dijo el soldado, guiñándole el ojo con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña. Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí, tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada estaba moviendo los pies hacia aquí Y hacia allá y admirando sus zapatos rojos que se olvidó de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido le gritó:
"¡Qué bonitos zapatos de baile!"
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a bailar como una loca. En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó entre los jardines y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera perdido por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una czarda y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos. El cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance y la llevó de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la niña hasta que se los quitaron.


De regreso en casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un ropero muy alto y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos con mucho anhelo. Para ella seguían siendo lo más bonito del mundo.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y, en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del ropero. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que la indujo a tomar los zapatos del ropero y a ponérselos, pensando que no había nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una gavota, después una czarda y, finalmente, un vals. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos insistieron en bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
—Vaya, qué bonitos zapatos de baile —exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero el pie que mantenía apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para ella.
Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le permitió entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:
—Bailarás con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente mire, te verá y temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los zarzales y los ríos, siguió bailando sobre los arbustos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar y allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa había muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo. Profundamente agotada y horrorizada, llegó bailando a un bosque en el que vivía el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a estremecerse en cuanto percibió la cercanía de la niña.
—¡Por favor! —le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por delante de su puerta—. Por favor, córteme los pies para librarme de este horrible destino.
El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo como criada de otras personas y jamás en su vida volvió a desear unos zapatos rojos.